IX. Fin del aislamiento

02/02/2011 4.249 Palabras

La Sociedad Psicoanalítica de Viena A pesar de la mala acogida de sus trabajos entre el público, el círculo de interesados en la materia crece, y Freud, para que puedan tener cabida los nuevos miembros, así como para que los que lo deseen puedan dejar la primera agrupación, funda en 1906 «La Sociedad Psicoanalítica de Viena». Esta sociedad, debido al número de sus miembros, necesita ya de una organización formal, y por primera vez médicos no vieneses se interesan activamente en ella. Tres nombres van a ser de enorme importancia para Freud, personalmente, y para el desarrollo y conocimiento de sus trabajos en el extranjero: Otto Rank, de Alemania; C. G. Jung, de Suiza, y Ernest Jones, británico que trabaja entonces en Canadá, y que escribirá, tras la muerte de Freud, su biografía más documentada e importante. En ese mismo año —1906— el gran neurólogo de la Universidad de Harvard (en Estados Unidos), James Putnam, publica en la Revista de Psicología Anormal el primer trabajo en inglés sobre el psicoanálisis. En Dresden el doctor Stegman trata la histeria con psicoanálisis y menciona los factores inconscientes que tienen lugar en los enfermos de asma. En Zurich, Jung, por su parte, confirma con tests la interferencia de factores emocionales para el recuerdo. Llama a estas interferencias «complejos afectivos». A partir de este momento empieza el contacto entre Jung y Freud, que les llevará a siete años de asidua correspondencia y encuentros personales. Jung es entonces un médico joven dotado de una extraordinaria imaginación, lleno de curiosidad y vitalidad. Fueron probablemente estas cualidades las que desde el primer encuentro atrajeron tanto a Freud —cualidades, precisamente, que su anterior gran amigo, Fliess, también había tenido— y que le hacen ver en Jung su discípulo más prometedor. La primera entrevista personal que mantienen había sido muy esperada por ambos. Jung, impulsivo, tiene tanto que contar de sus experiencias como psicólogo y los resultados a los que ha llegado, relacionados con las teorías de Freud, que durante tres horas habla sin parar, sin poder reprimirse. Al cabo de este tiempo, Freud, que ha permanecido escuchando en silencio, sugiere que para poder discutir ordenadamente todo lo que Jung le acaba de ir enumerando, lo clasifiquen dentro de ciertos apartados que él mismo propone. De esta forma continúa la entrevista —que se alarga todavía varias horas—, de manera sistemática y ordenada, en la que hay lugar para el diálogo y cambio de ideas, rompiendo con lo que amenazaba terminar en un puro monólogo por parte de Jung. El entusiasmo y admiración que nacen de esta entrevista son mutuos. Incluso después de su ruptura, años más tarde, Jung siempre consideró su relación personal con Freud como una de las influencias más decisivas de su vida. Freud, por su parte, se refiere a él en varias ocasiones como «mi ijo y sucesor». En 1910 se funda la Asociación Internacional de Psicoanálisis, y Jung queda nombrado presidente por un tiempo indefinido. Tanto por sus estudios de psiquiatría y experiencia en este campo, como por su inteligencia y dedicación, era probablemente el miembro más calificado para este cargo. Por otra parte, sin embargo, tenía claras desventajas, debido a su personalidad: estaba mejor dotado para seguir a un líder que para serlo él mismo, pues a su carácter de rebelde le faltaban disciplina y claridad mental. Tiende, además, a mirar al resto de la asociación por encima del hombro, compadeciendo a Freud por tener que trabajar con un conjunto de mediocridades. Las diferencias entre él y los otros miembros no tardan en surgir y dificultar la tarea común. Un nuevo personaje, amigo más duradero para Freud, a quien ayudará y seguirá fiel toda su vida, entra a formar parte de la asociación. Se llama Karl Abraham, y se acaba de instalar en Berlín para abrir consulta como psicoanalista, después de estudiar durante seis años los trabajos de Freud en Zurich, con Jung y Breuer. De Budapest llega Ferenczi. Tras conocer personalmente a Freud, se hace amigo íntimo de los suyos; pasa con ellos temporadas en los veranos, y llega a ser considerado como a un miembro más de la familia. Ferenczi ya había usado el hipnotismo en su trabajo dentro de la medicina general. Desde 1908, año en que se conocen, hasta 1933 mantienen una correspondencia de más de mil cartas, de gran interés para estudiosos de las cuestiones científicas que discuten en ellas. Debido al gran número de psiquiatras extranjeros deseosos de tener un contacto personal unos con otros, se organiza en Salzburgo, bajo la sugerencia de Jones, el Primer Congreso Internacional. Es ésta una ocasión histórica, pues por primera vez se reconoce públicamente el trabajo de Freud. Aunque sólo duró un día y tuvo un carácter totalmente informal, reunió a cuatro doctores austríacos, dos suizos, uno de Alemania, otro de Inglaterra y otro de Hungría. Todos los trabajos que se leyeron estaban relacionados con el tratamiento de la demencia precoz, la histeria, la neurosis, etc., siguiendo, de algún modo, la línea de interpretación propugnada por Freud. El trabajo más interesante y que más cautivó al Congreso fue el presentado por Jung. Durante cinco horas habló entre sus miembros, sin interrupción, sobre un caso clínico tratado por él. Exponía en él la posibilidad de que se dieran en un individuo sentimientos de amor y odio a la vez hacia otra pesona. Ante una situación así, explicaba Jung, el sujeto trata de reprimir el sentimiento de odio. Pero, si a pesar de esto tiene lugar alguna expresión o manifestación de dicho sentimiento, la reacción inmediata consiste en tratar de compensarlo con muestras de mayor ternura y cariño. Si sucede que ambos sentimientos, de amor y odio, son igualmente fuertes, están equilibrados, se produce una especie de parálisis mental, acompañada de neurosis. Esta exposición de Jung así como el resto de los trabajos presentados en este primer congreso muestran claramente que, bajo la influencia de Freud, la nueva ciencia de la psicología comienza a abrir caminos totalmente nuevos para el estudio de la mente. A Freud le llena de profundo orgullo y satisfacción el verse rodeado y admirado por científicos extranjeros, los primeros en reconocer sus méritos, entre los que se encuentran además, por vez primera, hombres de origen no judío. La reacción de sus seguidores vieneses más antiguos está mezclada con un gran recelo ante los nuevos elementos, ya que, aparte de suscitar celos y fricciones, esperan que «los gentiles» —los no judíos— les abandonen antes o después. Sienten una especial antipatía hacia Jung, el predilecto de Freud, quien cumplía los dos requisitos antes mecionados: extranjero y no judío. Sus sospechas de que no duraría mucho entre ellos terminaron, sin embargo, cumpliéndose. Ante el nuevo empuje y solidaridad adquiridos por el movimiento psicoanalista, Freud y los suyos deciden publicar una revista dedicada al tema. Los directores son Breuer y Freud, quedando Jung al cargo de la publicación. A los vieneses no se les consulta, y esto no hace sino aumentar sus celos y animosidad. Para Freud, sin embargo, el disponer de un medio en el que pueda libremente expresar sus ideas, liberándole de la exigencia de los editores, a los que hasta ahora tenía que someterse, es de una enorme importancia. En este tiempo, Freud hace una nueva y curiosa amistad: es un pastor protestante de Zurich llamado Pfister, a quien Freud desde el primer momento admira por su ética, altruismo ilimitado y optimismo sobre la naturaleza humana. Para Freud, metido desde su niñez en el cerrado círculo judío, esta nueva amistad es muy significativa y encabeza las cartas que le escribe con un «querido hombre de Dios», no exento de cierto humor. Freud admira la tolerancia de Pfister ante «un hereje empedernido», como él se describe a sí mismo, pero el pastor mantiene que su amigo Freud, en el fondo y a pesar de todo, tiene el comportamiento y los sentimientos de un buen cristiano. Aparte del éxito, de la intensa vida profesional que lleva ahora, y de los admiradores y amigos que le rodean, su vida familiar es también totalmente feliz. Encuentra tiempo para seguir su gran afición al estudio del arte del antiguo Egipto, Grecia y Roma. Durante el verano de 1901 visita por fin Roma, cosa que había evitado hasta entonces por el antisemitismo occidental que achacaba a la católica Roma. Cuando llega a ella y puede ver el arte que contiene, este sentimiento negativo desaparece sin dificultad, y dice que la ciudad ha sido para él «el gran momento de mi vida». Hasta entonces había mirado a Roma desde dos puntos de vista totalmente diferentes: en primer lugar, la Roma clásica, cuna de la civilización europea; por otra parte, la Roma cristiana, de donde habían partido las persecuciones a los judíos y a la que, por tanto, odiaba. Sin embargo, a la mañana siguiente de su llegada, va a visitar el Museo Vaticano y, tras admirar las obras de Rafael, escribe a casa diciendo: «¡Y pensar que durante años he tenido miedo de venir a Roma!». Su entusiasmo por la ciudad es tal que, como cualquier otro turista, tira una moneda en la fuente de Trevi para que se cumpla su deseo de volver. Lo hizo al año siguiente. Tres años más tarde va a Grecia en compañía de su hermano Alexander. Le maravilla el Templo de Teseo, y del color ámbar de la Acrópolis escribe a casa diciendo que es el más bonito que ha visto nunca. Aparte de su tranquila vida familiar, mantiene correspondencia con otros científicos, tiene buenos amigos en Viena y da sus clases en la universidad. Las vacaciones de verano, menos los diez o quince días que dedica a viajar al extranjero, las pasa con sus hijos en la montaña, por donde da largos paseos. Su carácter, ahora dominado y suave, puede imponer respeto cuando se enfrenta a situaciones difíciles. En una ocasión sale a dar un paseo con su hijo Martin por una montaña cercana a la casa que había alquilado para el verano. Ya de vuelta, cerca del pueblo, encuentran un grupo de gente que les cierra el paso mientras lanzan gritos e insultos antijudíos. Freud no se detiene al verlos, y blandiendo el bastón en la mano se va derecho hacia el grupo con una terrible expresión en la cara, sin decir palabra. Los vecinos, desconcertados, les dejan pasar en total silencio. En 1908 alquila otras tres habitaciones en el piso de abajo de su casa de Bergasse, que pronto llena de antigüedades, principalmente griegas y egipcias, que va coleccionando y que constituyen su único entretenimiento, junto con la arqueología, que sigue con mucho interés a través de libros y revistas.

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